07.05.2014 Tascón

Aquí cada vez hay más arquitectos pero menos maestros del oficio. Él dejó importantes edificios y casas en Cali y Bucaramanga, y también en Cuba, a donde se fue, sin terminar sus estudios, a trabajar por la revolución como muchos jóvenes de todo el mundo, más ilusionados que ilusos, y hasta cortó caña y empuño un fusil. Entre sus obras hay que mencionar El Azafrán, en el barrio El Peñón, un pequeño edificio y un gran ejemplo, donde vivió hasta hace un tiempo, y cuyo conocimiento debería ser ineludible para los estudiantes de arquitectura de Cali, pues en las revistas, de las que ahora toman los modelos de moda, solo muestran edificios sin el contexto de las ciudades en que están.
En la Universidad del Valle, que le otorgó su título a su regreso, homologándolo con sus proyectos allá y aquí, educó hasta el final. Un maestro que nos inspiró a colegas y amigos, que son muchos y desde hace mucho tiempo, y también tuvo perros lo que suele hablar bien de los que los tienen. Pero no sólo enseñó arquitectura sino ética profesional, y cosas de la buena vida como fumar habanos mejor que tabacos y disfrutar un whisky, sin hielo ni mucho menos agua, al atardecer después de terminar cada jornada de trabajo en algún concurso de arquitectura, en los que era más lo que se aprendía que lo que se concursaba.
Sin embargo ganó varios, como el Instituto Colombiano del Petróleo en Piedecuesta, cerca a Bucaramanga, o el Icetex en Cali, con Jaime Gutiérrez. Y fueron muchos los proyectos teóricos de vivienda colectiva que hizo por el gusto de hacerlo y para enseñar mejor, usando con propiedad las palabras de la arquitectura, un vocabulario extenso, rico, preciso, propio y bello, pues como reza la sentencia de Eugenio d’Ors en la Puerta de Velázquez del Museo del Prado en Madrid “lo que no es tradición es plagio”. Y supo entender y usar nuestra rica tradición urbana y arquitectónica, como nuestros climas, topografías y paisajes de valles y montañas.
Lector de novelas y sobre arquitectura, conversador, melómano de música culta y salsa, que bailaba con destreza en los añorables bailaderos de hace años, o al menos eso recordamos, amante de la buena comida, y viajero por Colombia y hasta el Ecuador fue en busca de esmeraldas y encontró su larga playa, y más arena en la Guajira y fue una pena no ir. También anduvo por Europa con Juan Carlos Ponce de León, que afortunadamente manejaba. Y visitar la Habana con él, Rafael Sierra y Lucho Espinoza fue revelador: nos recibió un Ministro y nos regañó una guía turística porque se fueron con él y no sabía que habían trabajado juntos cuando solo eran jóvenes arquitectos.

Y cómo recordarlo sin su familia: sus hermanas y hermanos; su mujer, Mariela Recio; sus hijos, Felipe y Ximena, a la que le dio, claro, por estudiar arquitectura y cuidó con dedicación su final; sus nueras y yernos, que los tuvo varios; y sus bellos nietos como diseñados por él. Y sus amigos, que reunía cada martes después de La Comida del Tabaco, y que se seguirá haciendo en su memoria aún cuando ya no dejen fumarlos en casi ninguna parte. Pero al final, Rodrigo Tascón Barberena sólo quería morir de una vez. Bastante había vivido; y bien. Al fin y al cabo, el ser humano, en un esfuerzo por conquistar la eternidad y asegurar un lugar en el cosmos, da inicio a la arquitectura, la que fue su vida.
Columna publicada en el diario El País de Cali. 07.05.2014