Como lo dijo el gran arquitecto
norteamericano del XIX, Henry Hobson
Richardson, el primer principio de la arquitectura (trabajo o deber, hay varias
versiones) es conseguir el encargo, en lo que insistió, décadas después, el
húngaro Marcel Breuer: “Un pintor hace algo y entonces lo vende; un arquitecto
lo vende primero y después lo hace” (Sargent, Profile of Marcel Breuer,
c.1971). Los negociantes de propiedad raíz se dicen promotores para disimular,
las escuelas de arquitectura se quedan si mucho en los usuarios, y los
historiadores del arte los llaman mecenas. Pero poco se habla de los clientes
pese a que reúnen en una sola persona (y sus familiares y amigos y asesores ad
hoc) al promotor y el usuario, y a que el éxito de un arquitecto es
convertirlos en mecenas que utilizaran asiduamente sus servicios.
Las Pirámides no existirían sin el faraón
Zoser ni el templo de Hatshepsut sin la Reina. Ni el Partenón sin Pericles ni
el Panteón sin Adriano. Ni Santa Sofia sin Justiniano ni Sainte Dennis sin el
abate Suger ni San Pedro sin varios Papas. La Alhambra sin los reyes Nazaríes
ni El Escorial sin Felipe II ni Versalles sin Luis XIV ni Brasilia sin
Juscelino Kubitschek. Ni el centro Pompidou sin Pompidou. Y fueron las
Capuchinas Sacramentarias del Sagrado Corazón de Jesús las que permitieron que
Luis Barragán realizara su estupenda capilla de Tlalpan en Ciudad de México.
Como dice Raúl Ferrera, su colaborador, en su libro sobre la misma, la
presencia del cliente en el éxito de una obra arquitectónica es fundamental
“para que se realice la belleza y la conjunción natural de todos los materiales
que la producen”.
Son muchas las conjunciones de cliente y
arquitecto que han dejado hitos de la arquitectura. Eusebi Güell y Antoni Gaudi. El doctor
Dalsace y Pierre Chareau. El padre Couturier, el doctor Curutchet y Pierre y
Eugenia Savoie con Le Corbusier. Edith Farnsworth y Ludwing Mies van der Rohe
(pese al pleito). Harry Gullichsen y Alvar Aalto. Jonas Salk y Louis Kahn.
Frank Lloyd Wrigth y Edgar Kaufmann, quien auspició por insinuación de su hijo
esa obra maestra que es la Casa de la cascada. O cuando el arquitecto es su
propio cliente como en los Taliesin de Wright, la casa en Muuratsalo de Aalto,
la de cristal de Philip Johnson, la de Barragán o la de Óscar Niemeyer o la de
Rogelio Salmona, que si que supo cultivar sus clientes, o cuando otros
arquitectos son los intermediarios como en algunas de sus obras maestras.
Es imprescindible en los clientes un
mínimo de cultura y sobre todo sensibilidad a ambientes, espacios y volúmenes.
Que sepan comunicar sus deseos y necesidades, sueños, expectativas y
posibilidades, buscando del arquitecto una obra memorable. Como se ha dicho,
que digan el “qué” e incluso que insinúen (respetuosamente) soluciones pero que
dejen al arquitecto el “cómo”. Deben tener paciencia con él, y confianza en su
idoneidad y experiencia. Por eso se dice que no se escoge un proyecto sino un
arquitecto. Lo que les llevará a respetar sus ideas que les explicará con
textos, dibujos y maquetas o animaciones enseñándoles arquitectura . Sin
clientes no hay edificios, y aunque buenos arquitectos siempre hay, sin buenos
clientes no hay buena arquitectura ni construir es placentero.
Columna publicada en diario el País 05.08.2010